Un día un joven caminaba a lo largo de un camino solitario cuando escuchó algo que parecía un lloro. No podía decir con seguridad qué era el sonido, pero parecía salir desde debajo de un puente. Mientras se acercaba al puente, el sonido se hizo más fuerte y entonces vio una escena patética. Allí, yaciendo en el lecho fangoso del río, había un cachorro de aproximadamente dos meses. Tenía una cuchillada en la cabeza y estaba cubierto de fango. Sus patas delanteras estaban hinchadas donde se las habían amarrado apretadamente con sogas.
El joven se sintió de inmediato movido a compasión y quiso ayudar al perrito, pero cuando se acercó, el lloro paró y el cachorro enseñó los dientes y gruñió.- Pero el joven no se dio por vencido. Se sentó y empezó a hablarle con dulzura al perrito. Le tomó largo rato, pero al final el animal dejó de gruñir y el joven pudo acercarse poco a poco hasta tocarlo y comenzar a desamarrar la soga apretada. El joven se llevó el perro a su casa, le cuidó las heridas, le dio comida, agua y un lecho tibio. Incluso con todo eso, el cachorro seguía enseñando los dientes y gruñendo cada vez que el joven se acercaba. Pero el joven no se dio por vencido.
Las semanas pasaron y el joven siguió cuidando del cachorro. Entonces un día, cuando el joven se acercó, el perro le movió la cola. El amor y la bondad persistentes habían ganado y empezaba una amistad de lealtad y confianza para toda una vida.
Dice el Libro de Dios: "Y no nos cansemos de hacer el bien, pues a su tiempo, si no nos cansamos, segaremos." (Gálatas 6:9 B. d. l. A.)
Adaptado de una transmisión radial de "Enfoque a la Familia"
Por Alice Gray
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